sábado, 1 de septiembre de 2012


Los nombres… los famosos nombres… ese montón de letras que marca nuestra vida, que nos sitúa de una forma ante los ojos de los demás, que nos prefabrica una personalidad y nos crea un pasado y un futuro; porque claro está que apenas escuchamos un nombre, sin conocer a la persona, imaginamos rostros, carácter, defectos y virtudes, calificativos comunes a esa palabra, un nombre que solemos asociar con nuestra experiencia, aunque no siempre sea como lo idealizamos.

Cuando un padre bautiza a su hijo, tiene en sus manos el destino del niño al elegir un nombre inspirador o, bien, el que le arruinará la vida, y es donde entra en juego la imaginación. Así, el hijo es designado a un calificativo para ocupar un lugar en la sociedad y llevará quizá, por costumbre, el nombre de su progenitor; tal vez el del santoral (en espera de que el día marcado no sea el santo de Sinforoso o Agapito); quizá el nombre de moda (como la generación de los Christian, los Jonathan y los Brian); o ese nombre que parece sólo de realeza, tal vez el nombre más común o el más raro, proveniente de un lugar lejano, rogando sólo que no sea uno de aquellos impronunciables, de esos que los maestros escriben mal o prefieren omitir.



Y es que el nombre es el título que, por lo general, nos acompañará toda la vida. Aunque en ocasiones un alias venga a sustituirlo, y allí tenemos “el chicarcas”, “el mariguas”, “el gordo”, “el trompas”, “el chato”, “el chucky”, “el cuatrojos” y todos esos que comúnmente son más fieles a una descripción física que cualquier otro apelativo.

Sin embargo, existen aquellos de suma importancia, que tienen un sentido para la sociedad, los que nos hacen conseguir un empleo, un estatus y hasta una pareja, como lo representa Wilde en su única comedia The importance of being Earnest (La importancia de llamarse Ernesto), realizada en 1895.



Y después de toda esta disertación de los nombres y sus derivados, sólo quería decir que yo soy de esas personas que tienen dos nombres, en algunos lugares me conocen de una forma y en casa, de otra. Pero suelo usar el que más me conviene. Hasta es raro cuando alguien rompe esa regla y me nombra de otra forma en el lugar equivocado. Por eso, cuando leí por primera vez esta obra, me sentí más que identificada, yo sé de esa usual importancia de ser quien esperan los demás que seas: honesto, diría Wilde.
 
La sencilla y enredada trama con la que juega esta comedia, basada en algo tan banal e importante al mismo tiempo como un nombre, ha logrado que me desvele algunas noches sin darme cuenta de las manecillas del reloj, y más para una obsesiva del lenguaje que le apasiona el caos provocado por las palabras Ernest y Earnest. Aunque en castellano pierden ese sentido de palabras homófonas, la esencia de la obra continúa intacta: ese afán, fundamentalmente en el matrimonio, de cumplir al pie de la letra con las normas sociales, en pocas palabras, de cumplir con ese rol de hombre honorable y decente; honesto, volvería a aclarar Wilde.

The importance of being Earnest, considerada la mejor de Wilde por la crítica inglesa, estrenada en un momento donde el escritor pasaba por problemas legales acusado de ser sodomita, es el perfecto argumento para quienes creemos no sólo en la importancia de las palabras y los nombres, sino en su poder de crear percepciones y realidades, especialmente para quienes, del lado publicitario, sabemos de la importancia de encontrar el mejor nombre y el slogan más adecuado para un producto o servicio. 
 
Irónicamente, Oscar Wilde terminaría su vida en París obligado por las circunstancias a cambiar su nombre por el seudónimo de Sebastián Melmoth.

0 comentarios :

Publicar un comentario